Beato Álvaro del Portillo

El caso de Álvaro del Portillo goza de gran actualidad en la Iglesia y el mundo, particularmente en la coyuntura histórica en la que nos encontramos, lo que hace particularmente oportuna y relevante su elevación a los altares.

Este sábado 27 de septiembre la Iglesia proclama beato a quien fuera obispo prelado del Opus Dei y primer sucesor de san Josemaría al frente de esta institución, monseñor Álvaro del Portillo.

Al hacerlo, confiesa su fe en que el nuevo beato goza ya de la visión de los bienaventurados en el Cielo y puede interceder ante Dios por nosotros. Para quien tiene fe es una peculiar ocasión de gracia y de alegría. La tradición habla de la "apoteosis de los santos" cuando se reconoce que alguien ha seguido fielmente a Jesucristo hasta alcanzar la unión definitiva con Él, y ello supone una gran fiesta espiritual, motivo de la cual Dios derrama abundantemente gracia sobre su Iglesia.

También pertenece a la fe afirmar que muchísimas más personas han alcanzado esta meta última de la existencia cristiana; si bien no conocemos sus nombres, las celebramos el 1 de noviembre, fiesta de Todos los Santos. Pero la Iglesia realiza un concienzudo estudio de algunos, y beatifica y canoniza a aquellos que, después de realizado el mismo y obtenido "pruebas" de que efectivamente gozan de Dios e interceden por nosotros (la verificación de un milagro, ordinariamente alguna curación inexplicable, de la que se pueda proporcionar documentación médica y teológica), considera que pueden y deben ser propuestos como un modelo de alguien que ha luchado heroicamente por imitar a Jesucristo y ser fiel a sus enseñanzas.

El caso de Álvaro del Portillo goza de gran actualidad en la Iglesia y el mundo, particularmente en la coyuntura histórica en la que nos encontramos, lo que hace particularmente oportuna y relevante su elevación a los altares.

Durante el arranque del nuevo milenio la Iglesia ha enfrentado duros escándalos de los cuales la opinión pública ha hecho abundante eco, cuando no amplificado. En medio de esos escándalos, quizá han quedado marcados algunos sectores de la Iglesia, como bajo sospecha o siendo mirados por desconfianza por los medios y, en consecuencia, por un espectro grande de la población. Es el caso, por ejemplo, de la Curia Romana.

Los Vatileaks, la renuncia de Benedicto XVI y tantos otros eventos han inducido a mirar con recelo y desconfianza a quienes colaboran más directamente con el Papa en el gobierno de la Iglesia. Al hacerlo, indudablemente se comete una injusticia, pues se toma la parte por el todo. Sin duda ha habido desórdenes, no en vano Francisco ha impulsado la reforma de la Curia, encargando a una comisión especial de cardenales esta difícil labor. La generalización es injusta, pues supone ignorar que la mayoría de las personas que ahí trabajan, siendo inocentes, cargan con un pesado estigma, cuando su deseo es prestar un servicio desinteresado a la Iglesia y a las almas. La mayoría de ellas desempeñan una labor oculta, callada, con poco brillo externo, y sin demasiados alicientes humanos.

La beatificación de Álvaro del Portillo, además de lo que indudablemente supone para el Opus Dei, implica que no sólo el fundador ha alcanzado la santidad, sino que quienes han seguido fielmente sus enseñanzas han coronado esta ambiciosa meta supone también un indudable estímulo para las personas que se dedican a trabajar en la Curia Romana.

En efecto, el nuevo beato trabajó ahí durante décadas, 47 años en total. Gozaba en esos ambientes de gran prestigio y bastantes personas acudían a pedir su consejo, a recibir el sacramento de la confesión o alguna orientación para sus almas. Es por ello que puede ser propuesto como modelo de santidad para todos aquellos que realizan la indispensable labor de ayudar al Papa en el gobierno de la Iglesia, con la mentalidad de servirla sacrificada y calladamente. Su beatificación recuerda al mundo ávido de escándalos, que no todos los que trabajan en la Curia tienen las manos manchadas; la mayoría las tienen limpias, e incluso algunos de ellos han alcanzado la cima de la santidad.

Por eso es imprescindible, que si los escándalos han sido difundidos hasta el cansancio, no se silencie en cambio el ejemplo benemérito de quienes han sabido ser fieles servidores de la Iglesia. Es de justicia difundir su ejemplo. Denunciar el error es algo, pero puede quedarse en lamento estéril; mostrar en cambio la cura es fecundo. Cuando estamos agotados de lo negativo, resulta esperanzador y realista difundir el ejemplo positivo.

P. Mario Arroyo

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