Don Álvaro del Portillo, una vida al servicio de la Iglesia

El próximo 27 de septiembre en Madrid será la ceremonia de beatificación de don Álvaro del Portillo, quien fue, de 1975 a 1994, sucesor de san Josemaría Escrivá al frente del Opus Dei. ¿Es una fiesta del Opus Dei o de la Iglesia universal?

La declaración formal de que una persona vivió en grado heroico las virtudes cristianas y que disfruta ya de la vida eterna, es una alegría y un triunfo de toda la Iglesia, porque esa persona recibió de ésta los medios necesarios para vivir luchando por ser santo y así, al final de sus días, pudo recibir de Dios el premio de la santidad. Es también, dentro del gozo general de la Iglesia, un gozo particular para los miembros y amigos del Opus Dei, quienes ven en don Álvaro del Portillo un ejemplo de fidelidad a san Josemaría, pero también de fidelidad a la Iglesia, lo cual es parte esencial del espíritu de la Obra.

Para todos los fieles del mundo católico, laicos, sacerdotes y religiosos, don Álvaro ofrece un ejemplo notable de lealtad a la Iglesia, no solo por su trabajo como prelado del Opus Dei, sino también por las diversas tareas que desempeñó en la Curia Romana, especialmente en relación con el Concilio Vaticano II y la promulgación del nuevo Código de Derecho Canónico. En estos trabajos, que han sido de decisiva importancia para la Iglesia actual, tuvo un papel relevante.

Además de su encargo como secretario general del Opus Dei, fue nombrado en 1959, por san Juan XXIII, presidente de la comisión preparatoria del Concilio Vaticano II encargada del tema del laicado católico, y miembro de otra comisión sobre los medios modernos de apostolado. Durante el Concilio, fue nombrado perito consultor (1962) y, con ese carácter, asistió a todas las sesiones (1962-1965), y fue adscrito a las comisiones sobre la disciplina del clero y del pueblo cristiano, sobre los obispos y las diócesis y sobre los religiosos; fue secretario de la comisión sobre disciplina del clero y preparó el documento Presbyterorum Ordinis, proyecto que finalmente fue aprobado como decreto conciliar sobre el sacerdocio.

Terminado el Concilio, continuó con su trabajo en la curia romana, no obstante sus graves ocupaciones al interior de la Obra, la cual dirigió desde el fallecimiento del fundador en 1975. Fue consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1966-1983), de la comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico (1966-1983), en la que tuvo una participación destacada en lo relativo al régimen jurídico de los fieles laicos y de los sacerdotes diocesanos. Los trabajos que desempeñó en esta comisión se reflejan en dos libros de su autoría Fieles y laicos en la Iglesia (1969) y Escritos sobre el sacerdocio (1970). Fue consultor, hasta su muerte, de otras dos congregaciones, sobre el clero, las causas de los santos, y del Pontificio Consejo de las Comunicaciones Sociales. Participó, con nombramiento pontificio, en tres sínodos mundiales de obispos, sobre reconciliación y penitencia, sobre la vocación y misión de los laicos y sobre formación de sacerdotes.

Movido por su amor a la Iglesia, don Álvaro trabajó mucho por la Obra y directamente por la Iglesia universal. Pero él no se daba importancia, cumplía su deber como el «siervo bueno y fiel» del que habla el Evangelio. El cardenal Ratzinger, con quien coincidió en varios trabajos, destacaba que don Álvaro se caracterizaba “por su modestia y disponibilidad en todas las circunstancias”. Palabras que reflejan su voluntad de asumir, sin pretextos, el trabajo que le encargaran, y de, una vez realizado diligentemente, presentarlo como un trabajo más al servicio de la Iglesia, sin pretender un reconocimiento o agradecimiento especial. De ahí su rostro bondadoso y pacífico, de quien no tiene enemigos ni envidias. Quizá pueda resumirse ese rasgo de su personalidad en estas palabras: trabajó mucho, sin quejarse ni darse importancia.

Jorge Adame Goddard

Comunicadores católicos