Don Pedro Casciaro: Sacerdote 100% sacerdote

El autor rememora aspectos de su convivencia, por más de una década, con don Pedro Casciaro (1915-1995), a quien recordamos a 100 años de su nacimiento.

Don Pedro durante la distribución de la comunión en Montefalco.

Tuve la fortuna de convivir once años con don Pedro Casciaro. De esa época, en que compartimos tanto la vida diaria de un centro de la Obra como intensas jornadas de trabajo en el IPADE, comparto algunos recuerdos que lo retratan como lo que fue: un ejemplar hijo de la Iglesia y un sacerdote admirable, de vida santa.

Convivir con don Pedro era tener presencia de san Josemaría por sus continuas referencias a sus enseñanzas, consejos y anécdotas, que relataba de forma tan amena y divertida, que nos hacía reír mucho.

Soy testigo de cómo don Pedro se desvivía en la atención a los enfermos. Ofreciéndose, si así lo deseaban, a llevarles la Sagrada Comunión; adelantándose para que sus comidas les llegaran a sus habitaciones en charolas bien presentadas, siempre a tiempo y con los alimentos calientes; contándoles algunos sucesos divertidos para hacerles más llevaderos sus padecimientos; estando pendiente sobre su provisión de medicinas, para que nunca les faltaran; buscando algunos libros, revistas o artículos de prensa que les pudieran interesar, según sus respectivas especialidades profesionales.

Si el enfermo le pedía que volviera a relatar alguna anécdota que le había resultado particularmente divertida, don Pedro no titubeaba en narrarla de nuevo, con aquella especial gracia y simpatía que poseía tanto para conversar como para escribir. Yo tenía la sensación de convivir con un hermano mayor, muy fraterno y amigable, con corazón de padre y de madre, que estaba pendiente de todos hasta en los detalles aparentemente más pequeños.

Recuerdo vivamente su auténtico interés, cercano y fraterno, por todos los aspectos de la vida ordinaria pero sobre todo los que tenían que ver con el cuidado de las almas.

Recuerdo vivamente su auténtico interés, cercano y fraterno, por todos los aspectos de la vida ordinaria pero sobre todo los que tenían que ver con el cuidado de las almas, desde la preocupación de alguno por un familiar o un amigo que se había alejado de Dios o estaba enfermo o su evidente regocijo cuando algunos de nuestros amigos pedían su admisión en la Obra.

Su vida entera giraba en cumplir la voluntad de Dios en todo momento; secundar y obedecer fielmente las indicaciones del Padre y de los directores y, en definitiva, en sacar adelante el Opus Dei con el cumplimiento acabado de los encargos que se le asignaban.

Impresionaba también su conmovedora piedad al celebrar la Santa Misa, su amor a María Santísima, su delicada fidelidad al diario plan de vida espiritual, que los miembros cumplimos como un medio para tratar más al Señor a lo largo de la jornada. “¡'Amarra' (asegura) las normas del plan de vida!"−me insistía, para que en vez de retrasarlas o dejar alguna, mejor las adelantara, si es que preveía un día apretado de actividades−.

Don Pedro, sin duda, tenía profundamente grabada la frase de san Josemaría cuando le planteó si libremente quería ordenarse sacerdote, mientras ambos miraban el retablo de una capilla: “-Toma en cuenta que el sacerdote debe ser como esa alfombra del oratorio, que se pisa para celebrar la Santa Misa. Es decir, siempre estando dispuesto a servir a las almas y procurando que los demás pisen blando".

Raúl Espinoza