Viaje apostólico del Papa Francisco a Marsella

Intervenciones del Papa Francisco en viaje apostólico a Marsella, la ciudad francesa golpeada por la crisis migratoria donde participará en la conclusión de los Encuentros del Mediterráneo.

Viernes, 22 de septiembre

Oración mariana con el clero diocesano en la Basílica Notre Dame de la Garde

Momento de recogimiento con los líderes religiosos cerca del memorial dedicado a los marineros y migrantes perdidos en el mar

Sábado, 23 de septiembre

Sesión final de los “Encuentros del Mediterráneo” en el Palais du Pharo

—Encuentro con el Presidente de la República en el Palais du Pharo

Santa Misa en el Estadio Vélodrome


Viernes, 22 de septiembre

Oración mariana con el clero diocesano en la Basílica Notre Dame de la Garde

Queridos hermanos y hermanas: Bon après-midi! [¡Buenas tardes!]

Me alegra comenzar mi visita compartiendo con ustedes este momento de oración. Agradezco al Cardenal Jean-Marc Aveline las palabras de bienvenida y saludo a S.E. Mons. Eric de Moulins-Beaufort, a los hermanos obispos, a los padres rectores y a todos ustedes, sacerdotes, diáconos y seminaristas, consagradas y consagrados que trabajan en esta arquidiócesis con generosidad y compromiso para construir una civilización del encuentro con Dios y con el prójimo. ¡Gracias por su presencia y su servicio, y gracias por sus oraciones!

Llegando a Marsella me he acordado de grandes personas: Santa Teresa del Niño Jesús, San Carlos de Foucauld, San Juan Pablo II y tantos otros, que han venido aquí como peregrinos para encomendarse a Notre Dame de la Garde [Nuestra Señora de la Guarda]. Pongamos bajo su manto los frutos de los Encuentros del Mediterráneo, junto con los anhelos y las esperanzas de vuestros corazones.

En la lectura bíblica, el profeta Sofonías nos ha exhortado a la alegría y a la confianza, recordando que el Señor nuestro Dios no está lejos; está aquí, cerca de nosotros, para salvarnos (cf. 3,17). Es un mensaje que nos remite, en cierto sentido, a la historia de esta basílica y a lo que representa. Ésta, en efecto, no fue fundada para recordar un milagro o una aparición particular, sino sencillamente porque, desde el siglo XIII, el santo Pueblo de Dios buscó y encontró aquí, en la colina de La Guarda, la presencia del Señor a través de los ojos de su Santa Madre. Por eso, desde hace siglos los marselleses —especialmente los que navegan sobre las olas del Mediterráneo— suben aquí a rezar.

La primera mirada es la de Jesús que acaricia al hombre. Es una mirada que va de arriba hacia abajo, pero no para juzgar, sino para levantar al que está en el suelo. Es una mirada llena de ternura, que se transparenta en los ojos de María. Y nosotros, llamados a transmitir esta mirada, tenemos que abajarnos, sentir compasión, esta palabra la subrayo: compasión. No olvidemos que el estilo de Dios es el de la cercanía, de la compasión y de la ternura. Tener compasión, hacer nuestra «la paciente y alentadora benevolencia del Buen Pastor, que no reprocha a la oveja perdida, sino que la carga sobre sus hombros y hace fiesta por su retorno al redil (cf. Lc 15,4-7)» (Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 41). A mí me gusta pensar que el Señor no sabe hacer este gesto [señalar], sino que sabe hacer este gesto [extender la mano para levantar al caído].

Hermanos, hermanas, aprendamos de esta mirada, no dejemos que pase un día sin hacer memoria del momento en que la hemos recibido sobre nosotros, y hagámosla nuestra, para ser hombres y mujeres de compasión. Cercanía, compasión y ternura, no lo olviden. Tener compasión significa que uno está cercano y tiene ternura; abramos las puertas de las iglesias y casas parroquiales pero sobre todo las del corazón, para mostrar el rostro de nuestro Señor a través de nuestra mansedumbre, amabilidad y hospitalidad. Que cualquiera que se les acerque no encuentre distancias y juicios, sino el testimonio de una humilde alegría, más fructífera que cualquier capacidad ostentosa. Que los heridos de la vida encuentren un puerto seguro en vuestra mirada de acogida, un aliento en vuestro abrazo, una caricia en vuestras manos, capaces de enjugar lágrimas. Aun en las numerosas ocupaciones de cada día, no dejen, por favor, que decaiga el calor de la mirada paterna y materna de Dios. Y a los sacerdotes por favor, en el sacramento de la Penitencia, perdonen siempre, sean generosos como Dios es generoso con ustedes, y con el perdón de Dios se abren tantos caminos en la vida. Es hermoso hacerlo concediendo su perdón a los hombres con generosidad, siempre, siempre, para romper las cadenas del pecado, por medio de la gracia, y liberarlos de bloqueos, remordimientos, rencores y miedos contra los cuales no pueden vencer solos. Es hermoso redescubrir con admiración, a cualquier edad, la alegría de iluminar las vidas en los momentos alegres y tristes con los sacramentos, y de transmitir en el nombre de Dios esperanzas inesperadas: su cercanía que consuela, su compasión que cura, su ternura que conmueve. Estén cerca de todos, especialmente de los más frágiles y menos afortunados, y que no les falte nunca a los que sufren vuestra cercanía atenta y discreta. Así crecerán en ellos, pero también en ustedes, la fe que anima el presente, la esperanza que abre al futuro y la caridad que dura para siempre. Este es el primer movimiento: llevar a los hermanos la mirada de Jesús.

Hay un solo momento en la vida en el cual una cosa es lícita, mirar una persona de arriba hacia abajo, es cuando nosotros tratamos de tomarla por la mano y levantarla, los otros momentos son pecados de soberbia. Miren a las personas que están abajo y con la mano, consciente o inconscientemente te piden que lo levantes. Tómenlo con la mano y levántenlo, un gesto muy hermoso, que no se puede hacer sin ternura.

Y después está la segunda mirada, la de los hombres y las mujeres que se dirigen a Jesús. Como María, que en Caná recogió y llevó ante el Señor las preocupaciones de dos jóvenes esposos (cf. Jn 2,3), también ustedes están llamados a hacerse, para los demás, voz que intercede (cf. Rm 8,34). Entonces la recitación del Breviario, la meditación cotidiana de la Palabra, el rosario y cualquier otra oración —les recomiendo especialmente la de adoración— nosotros hemos perdido un poco el sentido de la adoración, tenemos que recuperarlo, les pido por favor esto; todas estas oraciones estarán repletas de los rostros de quienes la Providencia pone en vuestro camino. Llevarán con ustedes los ojos, las voces, las preguntas de todos ellos a la Mesa eucarística, frente al Sagrario o en el silencio de vuestra habitación, donde el Padre ve (cf. Mt 6,6). Ustedes serán su eco fiel, como intercesores, como “ángeles en la tierra”, mensajeros que llevan todo «delante de la gloria del Señor» (Tb 12,12).

Y quisiera resumir esta breve meditación llamando vuestra atención sobre tres imágenes de María que se veneran en esta basílica. La primera es la gran estatua que se eleva sobre su cima, que la representa mientras sostiene al Niño Jesús que bendice; por eso, como María llevemos la bendición y la paz de Jesús a todas partes, a cada familia y a cada corazón. Es la mirada de la misericordia. La segunda imagen se encuentra debajo de nosotros, en la cripta. Es la Vierge au bouquet [Virgen del ramo], regalo de un laico generoso. También Ella lleva sobre un brazo al Niño Jesús, y nos lo muestra, pero en la otra mano, en lugar del cetro, sostiene un ramo de flores. Nos hace pensar cómo María, modelo de la Iglesia, mientras nos presenta a su Hijo, nos presenta también a nosotros ante Él, como un ramo de flores en el que cada persona es única, hermosa y valiosa a los ojos del Padre. Es la mirada de intercesión, esto es muy importante: intercesión. El primero era la mirada de misericordia de la Virgen, este es el segundo, la mirada de intercesión.

Por último, la tercera imagen es la que vemos aquí en el centro, sobre el altar, que impacta por el resplandor que irradia. También nosotros, queridos hermanos y hermanas, somos Evangelio vivo en la medida en que lo damos, saliendo de nosotros mismos, reflejando su luz y su belleza con una vida humilde, alegre y rica de celo apostólico. Que en esto nos inspiren los numerosos misioneros que partieron desde esta atalaya para anunciar la buena noticia de Jesucristo al mundo entero.

Queridos amigos, llevemos a los hermanos la mirada de Dios, llevemos a Dios la sed de los hermanos, difundamos la alegría del Evangelio. Esta es nuestra vida y es increíblemente hermosa, a pesar de las fatigas y las caídas. Recemos juntos a la Virgen, que nos acompañe y nos proteja. Los bendigo de corazón. Y ustedes, por favor, recen por mí. Merci! [¡Gracias!].

Momento de recogimiento con los líderes religiosos cerca del memorial dedicado a los marineros y migrantes perdidos en el mar

Queridos hermanos y hermanas:

Gracias por estar aquí. Ante nosotros está el mar, fuente de vida, pero este lugar evoca la tragedia de los naufragios, que provocan muerte. Estamos reunidos en memoria de aquellos que no sobrevivieron, que no fueron salvados. No nos acostumbremos a considerar los naufragios como noticias y a los muertos como cifras; no, son nombres y apellidos, son rostros e historias, son vidas rotas y sueños destrozados.

Pienso en los numerosos hermanos y hermanas ahogados en el miedo, junto con las esperanzas que llevaban en el corazón. Frente a semejante drama no sirven las palabras, sino los hechos. Pero antes, hace falta humanidad: silencio, llanto, compasión y oración. Los invito ahora a un momento de silencio en memoria de estos hermanos y hermanas nuestros; dejémonos conmover por sus tragedias.

Demasiadas personas, huyendo de los conflictos, la pobreza y las catástrofes naturales, encuentran entre las olas del Mediterráneo el rechazo definitivo a su búsqueda de un futuro mejor. Y así este espléndido mar se ha convertido en un enorme cementerio, donde muchos hermanos y hermanas se ven privados incluso del derecho de tener una sepultura, pero la única a ser sepultada es la dignidad humana.

En el libro testimonio “Hermanito”, el protagonista, al final del turbulento viaje que lo condujo desde la República de Guinea hasta Europa, afirma: “Cuando te sientas sobre el mar estás en una encrucijada. A un lado está la vida, al otro la muerte. Allí no hay otras salidas” (cf. A. ARZALLUS ANTIA – I. BALDE, Fratellino, Milán 2021, 107). Amigos, ante nosotros también se abre una encrucijada: por una parte, la fraternidad, que fecunda de bien la comunidad humana; por otra, la indiferencia, que ensangrienta el Mediterráneo. Nos encontramos frente a una encrucijada de civilización. ¿O la cultura de la humanidad y fraternidad, o la cultura de la indiferencia? Que cada uno se decante como quiera.

No podemos resignarnos a ver seres humanos tratados como mercancía de cambio, aprisionados y torturados de manera atroz, lo sabemos. Y tantas veces cuando los devolvemos, es para ser torturados y encarcelados. No podemos seguir presenciando los dramas de los naufragios, provocados por contrabandos repugnantes y por el fanatismo de la indiferencia. La indiferencia se convierte en fanática. Deben ser socorridas las personas que, al ser abandonadas sobre las olas, corren el riesgo de ahogarse. Es un deber de humanidad, es un deber de civilización.

El cielo nos bendecirá si en la tierra y en el mar sabremos cuidar de los más débiles, si sabremos superar la parálisis del miedo y el desinterés que condena a muerte con guantes de seda. En esto, nosotros, los representantes de las distintas religiones, estamos llamados a dar ejemplo. Dios, en efecto, bendijo al padre Abrahán. Él fue llamado a dejar su tierra de origen: “partió […] sin saber a dónde iba” (Hb 11,8). Huésped y peregrino en tierra extranjera, recibió a los viajeros que pasaron cerca de su tienda (cf. Gn 18); “exiliado de su patria, carente de morada, él mismo era anfitrión y patria de todos” (cf. S. Pedro CRISÓLOGO, Discursos, 121). Y “como recompensa de su hospitalidad recibió el don de una posteridad” (cf. S. Ambrosio DE MILÁN, De officiis, II, 21).

En las raíces de los tres monoteísmos mediterráneos está por tanto la hospitalidad, el amor por el extranjero en nombre de Dios. Y esto es vital si, como nuestro padre Abraham, soñamos un futuro próspero. No olvidemos el recordatorio de la Biblia: el huérfano, la viuda y el migrante. Lo extranjero. El huérfano, la viuda y el extranjero. Esto es lo que Dios nos pide cuidar.

Nosotros los creyentes, por tanto, debemos ser ejemplares en la acogida recíproca y fraterna. A menudo las relaciones entre los grupos religiosos no son fáciles, pues la larva del extremismo y la peste ideológica del fundamentalismo corroen la vida real de las comunidades. Pero quisiera, a este respecto, hacer eco de lo que escribió un hombre de Dios que vivió no lejos de aquí: “Que ninguno guarde en su corazón sentimientos de odio hacia su prójimo, sino de amor, porque el que tuviere odio, aunque sea a un solo hombre, no podrá estar tranquilo ante Dios. Dios no escucha su oración mientras guarde rencor en su alma” (cf. S. Cesario DI ARLES, Discorsi, XIV, 2).

Hoy también Marsella, caracterizada por un variado pluralismo religioso, está frente a una encrucijada: encuentro o confrontación. Y yo les agradezco a todos ustedes, que se ponen en el camino del encuentro: gracias por su compromiso solidario y concreto en favor de la promoción humana y de la integración. Marsella es un modelo de integración. Es hermoso que exista aquí —junto a otras diversas realidades que trabajan con los migrantes— el Marseille-Espérance, organismo de diálogo interreligioso que promueve la fraternidad y la convivencia pacífica.

Miremos a los pioneros y a los testigos del diálogo, como Jules Isaac, que vivió cerca de aquí, y del cual se ha recordado recientemente el 60º aniversario de su muerte. Ustedes son la Marsella del futuro. Sigan adelante sin desanimarse, para que esta ciudad sea para Francia, para Europa y para el mundo un mosaico de esperanza.

Como deseo, quisiera finalmente citar algunas palabras que David Sassoli pronunció en Bari, con ocasión de un encuentro precedente sobre el Mediterráneo: “En Bagdad, en la Casa de la Sabiduría del Califa Al Ma'mun, judíos, cristianos y musulmanes solían reunirse para leer los libros sagrados y a los filósofos griegos. Hoy todos sentimos, creyentes y laicos, la necesidad de reconstruir esa casa para continuar juntos a luchar contra los ídolos, derribar muros, construir puentes y dar contenido a un nuevo humanismo.

Mirando profundamente nuestro tiempo y amándolo aún más cuando es difícil amarlo, creo que ésta es la semilla sembrada en estos días [de reflexión] tan empeñados con nuestro destino. ¡Ya basta de tener miedo a los problemas que nos plantea el Mediterráneo! Para la Unión Europea y para todos nosotros, nuestra supervivencia depende de ello” (cf. Discorso in occasione dell’Incontro di riflessione e spiritualità “Mediterraneo frontiera di pace”, 22 de febrero de 2020).

Hermanos, hermanas, afrontemos unidos los problemas, no hagamos naufragar la esperanza, ¡formemos juntos un mosaico de paz! Me gusta ver aquí a muchos de vosotros que van al mar para salvar inmigrantes. Y que tantas veces impiden ir, porque en el barco falta “una cosa, o aquella o aquella”. Son los gestos de odio contra el hermano disfrazados de equilibrio. Gracias por lo que hacéis.


Sábado, 23 de septiembre

Sesión final de los “Encuentros del Mediterráneo” en el Palais du Pharo

Señor Presidente de la República,
queridos hermanos obispos,
distinguidos Alcaldes y Autoridades representantes de las ciudades y territorios bañados por el mar Mediterráneo,
¡amigas y amigos todos!

Los saludo cordialmente, agradecido con cada uno de ustedes por haber aceptado la invitación del cardenal Aveline para participar en estos encuentros. Gracias por vuestro trabajo y por las valiosas reflexiones que han compartido. Después de Bari y Florencia, el camino del servicio a los pueblos mediterráneos avanza: también aquí, responsables eclesiásticos y civiles están juntos no para tratar intereses recíprocos, sino animados por el deseo del cuidado del hombre; gracias porque lo hacen con los jóvenes, presente y futuro de la Iglesia y de la sociedad.

La ciudad de Marsella es muy antigua. Fundada por navegantes griegos procedentes de Asia Menor, el mito la remonta a la historia de amor entre un marinero emigrado y una princesa del lugar. Desde sus orígenes, ha tenido un carácter heterogéneo y cosmopolita: acoge las riquezas del mar y da una patria a quienes ya no la tienen. Marsella nos dice que, a pesar de las dificultades, la convivencia cordial es posible y es fuente de alegría. En el mapa —entre Niza y Montpellier— casi parece dibujar una sonrisa; y me gusta considerarla así, como “la sonrisa del Mediterráneo”. Por eso quisiera proponerles algunas reflexiones en torno a tres realidades que caracterizan a Marsella: el mar, el puerto y el faro.

1. El mar. Una multitud de pueblos ha hecho de esta ciudad un mosaico de esperanza, con su gran tradición multiétnica y multicultural, representada por más de 60 consulados presentes en su territorio. Marsella es a la vez una ciudad plural y singular, ya que su pluralidad, fruto de su encuentro con el mundo, es lo que hace singular su historia. A menudo oímos decir hoy que la historia mediterránea es un entramado de conflictos entre civilizaciones, religiones y visiones diferentes. No ignormos los problemas, pero no nos dejemos engañar: los intercambios que han tenido lugar entre los pueblos han hecho del Mediterráneo una cuna de civilización, un mar rebosante de tesoros, hasta el punto de que, como escribió un gran historiador francés, «no [es] un paisaje, sino innumerables paisajes. No un mar, sino una sucesión de mares»; «desde hace milenios todo ha confluido hacia él, enredando, enriqueciendo su historia» (cf. F. BRAUDEL, La Méditerranée, Paris 1985, 16). El mare nostrum es un espacio de encuentro: entre las religiones abrahámicas; entre el pensamiento griego, latino y árabe; entre la ciencia, la filosofía y el derecho, y entre muchas otras realidades. Ha transmitido al mundo el alto valor del ser humano, dotado de libertad, abierto a la verdad y necesitado de salvación, que ve el mundo como una maravilla por descubrir y un jardín por habitar, en el signo de un Dios que hace alianzas con los hombres.

Un gran alcalde percibió el Mediterráneo no como una cuestión de conflicto, sino como una respuesta de paz, es más, como «el principio y el fundamento de la paz entre todas las naciones del mundo» (cf. G. LA PIRA, Parole a conclusione del primo Colloquio Mediterraneo, 6 de octubre de 1958). En efecto, dijo: «La respuesta [...] es posible si consideramos la común vocación histórica y, por así decirlo, permanente que la Providencia ha asignado en el pasado, asigna en el presente y, en cierto sentido, asignará en el futuro a los pueblos y naciones que viven a orillas de este misterioso lago Tiberíades ampliado que es el Mediterráneo» (Discurso de apertura del Primer Coloquio Mediterráneo, 3 de octubre de 1958). Lago de Tiberíades, o Mar de Galilea, lugar en el que, en tiempos de Cristo, se concentraba una gran variedad de pueblos, tradiciones y cultos. Justo allí, en la “Galilea de los gentiles” (cf. Mt 4,15) atravesada por la Vía del mar, se desarrolló la mayor parte de la vida pública de Jesús. Un contexto multiforme y —en muchos sentidos inestable— fue el lugar de la proclamación universal de las Bienaventuranzas, en nombre de un Dios Padre de todos, que «hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Era también una invitación a ensanchar las fronteras del corazón, superando las barreras étnicas y culturales. He aquí, pues, la respuesta que viene del Mediterráneo: este permanente mar de Galilea invita a oponer a la división de los conflictos la «convivialidad de las diferencias» (cf. T. BELLO, Benedette inquietudini, Milano 2001, 73). El mare nostrum, en la encrucijada entre Norte y Sur, Este y Oeste, concentra los desafíos del mundo entero, como atestiguan sus “cinco costas” sobre las cuales ustedes han reflexionado: Norte de África, Oriente Próximo, Mar Negro-Egeo, Balcanes y Europa Latina. Es un frente de retos que atañe a todos: pensemos en el desafío climático, en el que el Mediterráneo representa un hotspot donde los cambios se dejan sentir con mayor rapidez. ¡Qué importante es cuidar la maquia mediterránea, tesoro único de biodiversidad! En resumen, este mar, entorno que ofrece un enfoque único de la complejidad, es un “espejo del mundo” y lleva en sí mismo una vocación global a la fraternidad, único camino para prevenir y superar los conflictos.

Hermanos y hermanas, en el actual mar de conflictos, estamos aquí para reconocer el valor de la contribución del Mediterráneo, y que vuelva a ser un laboratorio de paz. Porque ésta es su vocación, ser un lugar donde países y realidades diferentes se encuentren sobre la base de la común humanidad que todos compartimos, y no de ideologías contrapuestas. En efecto, el Mediterráneo no expresa un pensamiento uniforme e ideológico, sino un pensamiento polifacético y adherido a la realidad; un pensamiento vital, abierto y conciliador: un pensamiento comunitario. ¡Cuánta necesidad tenemos de él en la coyuntura actual, en la que nacionalismos anacrónicos y beligerantes quieren acabar con el sueño de la comunidad de naciones! Pero recordémoslo, con las armas se hace la guerra, no la paz, y con la ambición de poder se vuelve al pasado, no se construye el futuro.

¿Por dónde empezar, pues, para que la paz eche raíces? A orillas del mar de Galilea, Jesús comenzó por dar esperanza a los pobres, proclamándolos bienaventurados: escuchó sus necesidades, curó sus heridas, les anunció ante todo la buena nueva del Reino. Es desde el grito de los últimos, a menudo silencioso, que debemos partir de nuevo; no de los primeros de la clase que, aun estando bien, levantan la voz. Comencemos de nuevo, Iglesia y comunidad civil, de la escucha de los pobres, que «se abrazan, no se cuentan» (cf. P. MAZZOLARI, La parola ai poveri, Bolonia 2016, 39), porque son rostros, no números. El cambio de tono en nuestras comunidades radica en tratarlos como hermanos cuyas historias debemos conocer y no como problemas fastidiosos; radica en acogerlos, no en esconderlos; en integrarlos, no en desalojarlos; en darles dignidad. Hoy el mar de la convivencia humana está contaminado por la precariedad, que hiere incluso a la espléndida Marsella. Y donde hay precariedad hay criminalidad: donde hay pobreza material, educativa, laboral, cultural y religiosa, se allana el terreno de las mafias y de los tráficos ilegales. El compromiso de las instituciones no es suficiente, se necesita una sacudida de conciencia para decir “no” a la ilegalidad y “sí” a la solidaridad, que no es una gota en el océano, sino el elemento indispensable para purificar sus aguas.

De hecho, el verdadero mal social no estriba tanto en el crecimiento de los problemas, sino en el declive de la atención. ¿Quién se hace cercano hoy en día de los jóvenes abandonados a su suerte, presa fácil de la delincuencia y la prostitución? ¿Quién está cerca de las personas esclavizadas por un trabajo que debería hacerlas más libres? ¿Quién se ocupa de las familias asustadas, temerosas del futuro y de traer nuevas criaturas al mundo? ¿Quién escucha los gemidos de los ancianos solos que, en lugar de ser valorados, son aparcados, con la perspectiva falsamente digna de una muerte dulce, pero que en realidad es más salada que las aguas del mar? ¿Quién piensa en los niños no nacidos, rechazados en nombre de un falso derecho al progreso, que es en cambio un retroceso en las necesidades del individuo? Confundir a los niños con los perritos, he visto en la Plaza de San Pedro, cochecitos donde pensaba que había niños y había perritos.

¿Quién mira con compasión, más allá de sus propios intereses, para escuchar los gritos de dolor que se elevan desde África del Norte y Oriente Próximo? ¡Cuántas personas viven inmersas en la violencia y sufren situaciones de injusticia y persecución! Pienso en tantos cristianos, a menudo obligados a abandonar sus tierras o a habitarlas sin que se les reconozcan sus derechos, sin gozar de plena ciudadanía. Por favor, comprometámonos para que los que forman parte de la sociedad puedan convertirse en ciudadanos de pleno derecho. Y luego, hay un grito de dolor que es el que más retumba de todos, y que está convirtiendo el mare nostrum en mare mortuum, el Mediterráneo de cuna de la civilización en tumba de la dignidad. Es el grito sofocado de los hermanos y hermanas migrantes, al que quisiera dedicarle atención reflexionando sobre la segunda imagen que Marsella nos ofrece, la de su puerto.

2. El puerto de Marsella, durante siglos ha sido una puerta abierta de par en par al mar, a Francia y a Europa. Desde aquí muchos han partido al extranjero en busca de trabajo y de futuro, y desde aquí muchos han atravesado la puerta del continente con equipajes cargados de esperanza. Marsella tiene un gran puerto y es una gran puerta que no se puede cerrar. Varios puertos mediterráneos, en cambio, se han cerrado. Y dos palabras han resonado, alimentando los temores de la gente: “invasión” y “emergencia”. Pero quien arriesga su vida en el mar no invade, busca acogida. En cuanto a la emergencia, el fenómeno migratorio no es tanto una urgencia momentánea, siempre oportuna para agitar la propaganda alarmista, sino una realidad de nuestro tiempo, un proceso que involucra a tres continentes en torno al Mediterráneo y que debe ser gobernado con sabia clarividencia: con una responsabilidad europea capaz de afrontar las dificultades objetivas. Estoy mirando aquí el mapa: Chipre, Grecia; asomados al Mediterráneo.

El mare nostrum clama justicia, con sus riberas rezumantes de opulencia, consumismo y despilfarro, por un lado, y de pobreza y precariedad, por otro. También en este caso el Mediterráneo es un espejo del mundo, con el Sur volviéndose hacia el Norte; con tantos países en vías de desarrollo, afligidos por la inestabilidad, los regímenes, las guerras y la desertificación, que miran a aquellos acaudalados, en un mundo globalizado, en el que todos estamos conectados, pero en el que las diferencias nunca habían sido tan profundas. Sin embargo, esta situación no es una novedad de estos últimos años, ni es este Papa venido del otro lado del mundo el primero en advertirla con urgencia y preocupación. La Iglesia lleva más de cincuenta años hablando de ella en tono apremiante.

Poco tiempo después de la conclusión del Concilio Vaticano II, san Pablo VI, en su Encíclica

Populorum progressio, escribió: «Los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos opulentos. La Iglesia sufre ante esta crisis de angustia, y llama a todos, para que respondan con amor al llamamiento de sus hermanos» (n. 3). El Papa Montini enumeró “tres deberes” de las naciones más desarrolladas, «[que]tienen sus raíces en la fraternidad humana y sobrenatural»: «deber de solidaridad, en la ayuda que las naciones ricas deben aportar a los países en vías de desarrollo; deber de justicia social, enderezando las relaciones comerciales defectuosas entre los pueblos fuerte y débiles; deber de caridad universal, por la promoción de un mundo más humano para todos, en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros» (n. 44). A la luz del Evangelio y de estas consideraciones, Pablo VI, en 1967, insistió en el «deber de hospitalidad», sobre el cual, escribió, «no insistiremos nunca demasiado» (n. 67). Quince años antes, Pío XII había animado a ello, escribiendo que “la Familia de Nazaret desterrada, Jesús, María y José emigrantes a Egipto [...] son el modelo, el ejemplo y el consuelo de los emigrantes y peregrinos de todos los tiempos y lugares, y de todos los prófugos de cualquier condición que, por miedo a las persecuciones o acuciados por la necesidad, se ven obligados a abandonar la patria, los parientes queridos [...] para dirigirse a tierra extranjera” (Const. Ap. Exsul Familia, de spirituali emigrantium cura, 1o agosto 1952). Los emigrantes deben ser acogidos, acompañados y protegidos; este es el estilo de lo que hay que hacer con los emigrantes. Es verdad que no es fácil tener este estilo. Quienes se refugian con nosotros no deben ser vistos como una carga que hay que llevar, si los vemos como hermanos se nos manifestarán sobre todo como dones.

Dejémonos conmover por la historia de tantos hermanos y hermanas nuestros en dificultad, que tienen derecho tanto a emigrar como a no emigrar, y no nos encerremos en la indiferencia. La Historia nos llama a una sacudida de conciencia para evitar un naufragio de civilización. Ciertamente, el futuro no estará en la cerrazón, que es una vuelta al pasado, un retroceso en el camino de la historia. Contra la terrible lacra de la explotación de los seres humanos, la solución no es rechazar, sino garantizar, en la medida de las posibilidades de cada uno, un amplio número de entradas legales y regulares, sostenibles gracias a una acogida justa por parte del continente europeo, en el marco de la cooperación con los países de origen. Decir “basta”, por el contrario, es cerrar los ojos; intentar “salvarse a sí mismos” ahora, se convertirá en una tragedia mañana, cuando las generaciones futuras nos agradecerán si habremos sido capaces de crear las condiciones para una imprescindible integración, mientras que nos culparán si sólo habremos fomentado una asimilación infecunda. La integración es laboriosa, pero de amplias miras: prepara el futuro, que, nos guste o no, será juntos o no lo será. La asimilación que no tiene en cuenta las diferencias y permanece rígida en sus propios paradigmas, deja, en cambio, que la idea prevalezca sobre la realidad y compromete el futuro, aumentando las distancias y provocando la formación de guetos, que provoca hostilidad e intolerancia. Necesitamos la fraternidad como el pan. La propia palabra “hermano”, en su derivación indoeuropea, revela una raíz relacionada con la nutrición y la subsistencia. Nos sostendremos a nosotros mismos sólo alimentando de esperanza a los más débiles, acogiéndolos como hermanos. «No se olviden de practicar la hospitalidad» (Hb 13,2), nos recuerda la Escritura. Los tres deberes de la caridad.

En este sentido, el puerto de Marsella es también una “puerta de la fe”. Según la tradición, los santos Marta, María y Lázaro desembarcaron aquí y sembraron el Evangelio en estas tierras. La fe viene del mar, como evoca la sugestiva tradición marsellesa de la Candelaria con su procesión marítima. Lázaro, en el Evangelio, es el amigo de Jesús, pero también es el nombre del protagonista de una parábola suya muy actual, que nos abre los ojos ante desigualdad que corroe la fraternidad y nos habla de la predilección del Señor por los pobres. Pues bien, nosotros, cristianos, que creemos en el Dios hecho hombre, en el Hombre único e inimitable que a orillas del Mediterráneo se presentó como camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6), ¡no podemos aceptar que se cierren los caminos del encuentro, que la verdad del dios dinero prevalezca sobre la dignidad humana, que la vida se convierta en muerte! La Iglesia, confesando que Dios en Jesucristo «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22), cree, con san Juan Pablo II, que su camino es el hombre (cf. Carta enc. Redemptor hominis, 14). Adora a Dios y sirve a los más frágiles, que son su tesoro. Adorar a Dios y servir al prójimo, eso es lo que cuenta: ¡no la relevancia social o la importancia numérica, sino la fidelidad al Señor y al hombre!

Este es el testimonio cristiano que muchas veces es incluso heroico; pienso, por ejemplo, en san Charles de Foucauld, el “hermano universal”, en los mártires de Argelia, pero también en tantos operadores de caridad de hoy. En esta forma de vida escandalosamente evangélica, la Iglesia encuentra el puerto seguro en el cual atracar y del cual partir para forjar vínculos con la gente de todos los pueblos, buscando en todas partes las huellas del Espíritu y ofreciendo lo que ha recibido por gracia. He aquí la realidad más pura de la Iglesia, he aquí ―escribió Bernanos― «la Iglesia de los santos», añadiendo que «todo este gran aparato de sabiduría, de fuerza, de disciplina elástica, de magnificencia y majestad, no es nada en sí mismo, si la caridad no lo anima» (Juana, relapsa y santa, Granada, 2019). Me gusta ensalzar esta perspicacia francesa, genio creyente y creador, que ha afirmado estas verdades a través de multitud de gestos y escritos. San Cesáreo de Arlés decía: «Si tienes caridad, tienes a Dios; y si tienes a Dios, ¿qué te falta?» (cf. Sermo 22,2). Pascal reconocía que «el único objeto de la Escritura es la caridad» (Pensamientos, n. 583) y que «la verdad sin la caridad no es Dios, y es su imagen y un ídolo al que no hay que amar ni adorar» (Pensamientos, n. 597). Y san Juan Casiano, que murió aquí, escribió que «todo, incluso lo que se estima útil y necesario, vale menos que aquel bien que es la paz y la caridad» (cf. Conferenze spirituali XVI, 6).

Por eso es bueno que los cristianos no seamos los segundos para ninguno en cuanto a la caridad; y que el Evangelio de la caridad sea la magna charta de la pastoral. No estamos llamados a añorar los tiempos pasados ni a redefinir una relevancia eclesial, estamos llamados a dar testimonio: no a bordar el Evangelio con palabras, sino a darle carne; no a cuantificar la visibilidad, sino a gastarnos en gratuidad, creyendo que «la medida de Jesús es el amor sin medida» (Homilía, 23 de febrero de 2020). San Pablo, el Apóstol de los gentiles, que pasó buena parte de su vida en las rutas del Mediterráneo, de un puerto a otro, enseñó que, para cumplir la ley de Cristo, debemos llevar las cargas los unos de los otros (cf. Ga 6,2). Queridos hermanos obispos, no agobiemos a las personas con cargas, sino aligeremos sus fatigas en nombre del Evangelio de la misericordia, para distribuir con alegría el consuelo de Jesús a una humanidad cansada y herida. Que la Iglesia sea un puerto de esperanza para los desalentados. Que sea un puerto de consuelo, donde la gente se sienta animada a navegar por la vida con la fuerza incomparable de la alegría de Cristo.

3. Esto me lleva a la última imagen, la del faro. Éste ilumina el mar y permite ver el puerto. ¿Cuáles estelas de luz pueden orientar el rumbo de las Iglesias mediterráneas? Pensando en el mar, que une a tantas comunidades creyentes diferentes, creo que podemos reflexionar sobre rutas más sinérgicas, quizás incluso considerando la oportunidad de una Conferencia de Obispos Mediterráneos, que permita más posibilidades de intercambio y que dé mayor representatividad eclesial a la región. Pensando también en la cuestión portuaria y migratoria, podría ser fructífero trabajar por una pastoral específica aún más coordinada, de manera que las diócesis más expuestas puedan asegurar una mejor asistencia espiritual y humana a las hermanas y hermanos que llegan necesitados.

El faro, en este prestigioso edificio que lleva su nombre, me hace finalmente pensar, sobre todo, en los jóvenes: ellos son la luz que señala el rumbo futuro. Marsella es una gran ciudad universitaria, que alberga cuatro campus. De los aproximadamente 35.000 estudiantes que acuden a ellos, 5.000 son extranjeros. ¿Qué mejor lugar para empezar a construir relaciones entre culturas que la universidad? Allí, los jóvenes no se dejan cautivar por las seducciones del poder, sino por el sueño de construir el porvenir. Que las universidades mediterráneas sean laboratorios de sueños y astilleros del futuro, donde los jóvenes maduren encontrándose, conociéndose y descubriendo culturas y contextos cercanos y diferentes al mismo tiempo. Así se rompen prejuicios, se curan heridas y se evitan retóricas fundamentalistas. Jóvenes bien formados y orientados para confraternizar podrán abrir puertas inesperadas de diálogo. Si queremos que se dediquen al Evangelio y al alto servicio de la política, es necesario, ante todo, que seamos creíbles: olvidándonos de nosotros mismos, libres de la autoreferencialidad, dedicados a gastarnos sin descanso por los demás. Pero el reto primordial de la educación concierne a todas las edades formativas: ya desde niños, al “mezclarse” con los demás, se pueden superar muchas barreras y prejuicios, desarrollando la propia identidad en un contexto de enriquecimiento mutuo. La Iglesia bien puede contribuir a ello poniendo sus redes de formación al servicio y animando una “creatividad de la fraternidad”.

El desafío es también el de una teología mediterránea, que desarrolle un pensamiento adherido a la realidad, “casa” de lo humano y no sólo del dato técnico, capaz de unir a las generaciones vinculando memoria con futuro, y de promover con originalidad el camino ecuménico entre cristianos, así como el diálogo entre creyentes de distintas religiones. Es bueno aventurarse en una investigación filosófica y teológica que, recurriendo a las fuentes culturales mediterráneas, restituya la esperanza al hombre, misterio de libertad que está necesitado de Dios y del otro para dar sentido a su existencia. Y también es necesario reflexionar sobre el misterio de Dios, que nadie puede pretender poseer ni dominar, y que, de hecho, debe sustraerse a todo uso violento e instrumental, conscientes de que la confesión de su grandeza presupone en nosotros la humildad del que busca.

Queridos hermanos y hermanas, les agradezco su paciente escucha y su compromiso. ¡Sigan adelante! Sean un mar de bien, para hacer frente a la pobreza de hoy con una sinergia solidaria; sean un puerto acogedor, para abrazar a los que buscan un futuro mejor; sean un faro de paz, para quebrantar, mediante la cultura del encuentro, los oscuros abismos de la violencia y de la guerra. Gracias.

Santa Misa en el Estadio Vélodrome

Dicen las Escrituras que el rey David, una vez establecido su reino, decidió transportar el Arca de la Alianza a Jerusalén. Entonces, después de haber convocado al pueblo, se levantó y partió para ir a traerla; luego, durante el trayecto, él mismo danzaba frente a ella junto con la gente, exultando de alegría por la presencia del Señor (cf. 2 S 6,1-15). Con esta escena de trasfondo, el evangelista Lucas nos relata la visita de María a su prima Isabel. También María, en efecto, se levantó y partió hacia la región de Jerusalén y, cuando entró en la casa de Isabel, el niño que tenía en su seno saltó de alegría al reconocer la llegada del Mesías, se puso a danzar como había hecho David frente al Arca (cf. Lc 1,39-45).

María, por tanto, es presentada como la verdadera Arca de la Alianza, que introduce al Señor encarnado en el mundo. Es la joven Virgen que sale al encuentro de la anciana estéril y, llevando a Jesús, se convierte en signo de la visita de Dios que vence toda esterilidad. Es la Madre que sube hacia los montes de Judá, para decirnos que Dios se pone en viaje hacia nosotros, para encontrarnos con su amor y hacernos exultar de gozo.

En estas dos mujeres, María e Isabel, se revela la visita de Dios a la humanidad: una es joven y la otra anciana, una es virgen y la otra estéril, y sin embargo ambas están encinta de un modo “imposible”. Esta es la obra de Dios en nuestra vida: hace posible aun aquello que parece imposible, engendra vida incluso en la esterilidad.

Hermanos y hermanas, preguntémonos con sinceridad de corazón: ¿Creemos que Dios está obrando en nuestra vida? ¿Creemos que el Señor, de manera escondida y a menudo imprevisible, actúa en la historia, realiza maravillas y está obrando también en nuestras sociedades marcadas por el secularismo mundano y por una cierta indiferencia religiosa?

Hay un modo para discernir si tenemos esta confianza en el Señor. El Evangelio dice que «apenas Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno» (v. 41). Este es el signo: saltar. El que cree, el que reza, el que acoge al Señor salta en el Espíritu, siente que algo se mueve dentro, “danza” de alegría. Y quisiera detenerme en esto: el salto de la fe.

La experiencia de la fe genera sobre todo un salto ante la vida. Saltar significa ser “tocados por dentro”, tener un estremecimiento interior, sentir que algo se mueve en nuestro corazón. Es lo contrario de un corazón aburrido, frío, acomodado a una vida tranquila, que se blinda en la indiferencia y se vuelve impermeable, que se endurece, insensible a todo y a todos, aun al trágico descarte de la vida humana, que hoy es rechazada en tantas personas que emigran, así como en tantos niños no nacidos y en tantos ancianos abandonados. Un corazón frío y aburrido arrastra la vida de modo mecánico, sin pasión, sin impulso, sin deseo. Y de todo esto nos podemos enfermar en nuestra sociedad europea: el cinismo, el desencanto, la resignación, la incertidumbre, un sentido general de tristeza. Alguno las ha llamado “pasiones tristes”; es una vida sin sobresaltos.

En cambio, el que es generado en la fe reconoce la presencia del Señor, como el niño en el seno de Isabel. Reconoce su obra en la sucesión de los días y recibe ojos nuevos para observar la realidad; aun en medio de las fatigas, los problemas y los sufrimientos, descubre cotidianamente la visita de Dios y por Él se siente acompañado y sostenido. Frente al misterio de la vida personal y a los desafíos de la sociedad, el que cree da un salto, tiene una pasión, un sueño que cultivar, un interés que impulsa a comprometerse en primera persona. Sabe que el Señor está presente en todo, llama, invita a testimoniar el Evangelio para edificar con afabilidad un mundo nuevo, a través de los dones y los carismas recibidos.

La experiencia de la fe, además de un salto ante la vida, genera también un salto ante el prójimo. En el misterio de la Visitación, en efecto, vemos que la visita de Dios no se realiza por medio de acontecimientos celestiales extraordinarios, sino en la sencillez de un encuentro. Dios viene en la puerta de una casa de familia, en el tierno abrazo entre dos mujeres, en el encontrarse de dos embarazos llenos de admiración y esperanza. Y en este encuentro está la solicitud de María, la maravilla de Isabel, la alegría de compartir.

Recordémoslo siempre, también en la Iglesia: Dios es relación y nos visita con frecuencia a través de los encuentros humanos, cuando sabemos abrirnos al otro, cuando hay un salto por la vida del que pasa cada día a nuestro lado y cuando nuestro corazón no permanece indiferente e insensible ante las heridas del que es más frágil. Nuestras ciudades metropolitanas y los numerosos países europeos como Francia, donde conviven culturas y religiones diferentes, son en este sentido un gran desafío contra las exasperaciones del individualismo, contra los egoísmos y las cerrazones que producen soledades y sufrimientos. Aprendamos de Jesús a conmovernos por quienes viven a nuestro lado, aprendamos de Él que, ante las multitudes cansadas y exhaustas, siente compasión y se conmueve (cf. Mc 6,34), se estremece de misericordia ante la carne herida de aquel que encuentra. Como afirma uno de sus grandes santos, San Vicente de Paúl: «es preciso que sepamos enternecer nuestros corazones y hacerlos capaces de sentir los sufrimientos y las miserias del prójimo, pidiendo a Dios que nos dé el verdadero espíritu de misericordia, que es el espíritu propio de Dios», hasta reconocer que los pobres son «nuestros señores y nuestros amos» (cf. Correspondance, entretiens, documents, París 1920-25, 341; 392-393).

Hermanos, hermanas, pienso en tantos “saltos” de Francia, en una historia rica de santidad, de cultura, de artistas y de pensadores, que apasionaron a tantas generaciones. También hoy nuestra vida, la vida de la Iglesia, Francia, Europa necesitan esto: la gracia de un salto, de un nuevo salto de fe, de caridad y de esperanza. Necesitamos recuperar la pasión y el entusiasmo, redescubrir el gusto del compromiso por la fraternidad, de seguir corriendo el riesgo del amor en las familias y hacia los más débiles, y de reencontrar en el Evangelio una gracia que transforma y embellece la vida.

Miremos a María, que se incomoda poniéndose en viaje y nos enseña que Dios es precisamente así: nos incomoda, nos pone en movimiento, nos hace “saltar”, como le sucedió a Isabel.

Y nosotros queremos ser cristianos que encuentran a Dios con la oración y a los hermanos con el amor; cristianos que saltan, vibran, acogen el fuego del Espíritu para después dejarse arder por las preguntas de hoy, por los desafíos del Mediterráneo, por el grito de los pobres, por las “santas utopías” de fraternidad y de paz que esperan ser realizadas.

Junto con ustedes rezo a la Virgen, Nuestra Señora de la Guardia, que vele sobre vuestra vida, que cuide a Francia y a toda Europa y que nos haga saltar en el Espíritu. Quisiera hacerlo con las palabras de Paul Claudel: Está la Iglesia abierta. [...] / Sin nada que pedirte, nada que darte. / Sólo he venido, Madre, para mirarte. / Mirarte, llorar de dicha, mostrar así / que soy hijo tuyo y que tú estás aquí. [...] Estar contigo, María, donde tú estás. [...] / Simplemente porque eres María / porque eres simplemente y siempre estás aquí, / Madre de Jesucristo, ¡gracias a ti!» (cf. «La Vierge à midi», Poëmes de Guerre 1914-1916, París, 1922).

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