Dios nos pidió algo diferente

Unas palabras de Mons. Javier Echevarría impactaron a Francisco, de Aguascalientes, que, junto con Mary, su esposa, tomó la decisión de adoptar. Así comenzó una auténtica aventura: la historia milagrosa de Juan Pablo y Mateo.

Soy Francisco López Torres. Estoy casado y tengo dos hijos. Mi hijo mayor tiene dos años, y el menor tiene seis meses. A los dos los adoptamos. Quiero contar cómo llegaron a nuestras vidas.

Teníamos diecisiete años de casados y, como muchos matrimonios, ya llevábamos muchos años preguntándonos por qué no habíamos podido hacer crecer la familia. La búsqueda de soluciones médicas fue muy complicada, los estudios parecían indicar que podríamos tener familia… pero no fue posible.

Hace algunos años nos planteamos el tema de la adopción. Claro, cuesta trabajo porque dejar de intentar soluciones médicas es ponerle un alto a las posibilidades. Pero después de poner ese alto, nos vino una tranquilidad enorme. Y esto se detonó por la visita que hizo Mons. Echevarría a Aguascalientes hace algunos años.

El tema de la adopción es algo que siempre cuesta porque hay mucho mito. Pero yo pienso que para los que creemos, la adopción es una posibilidad que Dios da a sus hijos para entregarse a unos niños que no son de tu sangre, pero que son igual de valiosos.

Cuando vino el padre Javier, en una reunión con mucha gente, un amigo preguntó sobre el tema de la adopción, y Mons. Echevarría contestó categóricamente. Dijo que la función de los padres es hacer santos a sus hijos. El amigo que preguntó tiene dos hijos biológicos y uno adoptivo. Le planteó esta situación al Padre, quien le respondió que los tres eran sus hijos, y que a los tres tenía que llevarlos al cielo.

Mons. Echevarría dijo que la función de los padres es hacer santos a sus hijos.

Cuando yo escuché esto, algo hizo “click”. Esa misma noche le dije a Maricarmen, mi esposa, que el tema era otro, que quizá lo nuestro era otro camino que no estábamos viendo. Lo platicamos y nos encomendamos mucho al ahora beato Álvaro –Alvarito, de cariño, como le decimos en casa– para que nos iluminara. No queríamos tomar una mala decisión porque cuando uno decide adoptar, hay que entregarse con todo. Gracias al padre Javier y al beato Álvaro, nos decidimos.

Hicimos trámites en una organización. Pasó un año, dos… y no, no es que te den los niños al día siguiente. Pasaron tres años… Nada. En mi casa decimos que es una espera que se espera. A diferencia de un bebé biológico, que sabes que llega después de nueve meses, esperamos tres años y simplemente no llegaba. Un día, mi esposa me dijo: “¿sabes qué, Paco? Yo ya estoy muy cansada. Yo creo que esto ya no es para nosotros”. Yo le dije que había que rezar mucho y que Dios nos iba a iluminar. Francamente, yo también empezaba a pensar que quizá ya no era el momento.

Mi esposa tiene parientes en Chiapas, parientes muy lejanos, que sé que existen, pero nada más porque ella me ha dicho. Un día, un tío de Mary se comunicó a la casa. Era un sábado. Yo había venido a la Universidad a dar clases, pero por teléfono me avisó que le había llamado un tío. A mí se me hizo extraño, pero me dijo que me iba a contar todo lo que habían platicado cuando llegara a la casa. Fue el típico “acá te cuento”.

Cuando llegué, la vi emocionada, pero un poco rara. Me dijo que había una chica, conocida de sus parientes, que no podía conservar a su bebé porque no podía mantenerlo, y que su tío preguntó si nosotros lo queríamos adoptar. Chiapas me sonaba como algo muy complicado. Le dije: “vamos a comer y lo pensamos bien”. Ya platicando nos dimos cuenta que lo que queríamos era un bebé, sin importar de dónde fuera. Pensamos que quizá Dios nos pedía una cosa especial. Decidimos que sí, que lo queríamos adoptar. Mi mujer se reportó con su tío para comunicarle nuestra decisión.

La chica de Chiapas era muy humilde, de un lugar al que si regresaba con el niño, los mataban. Lo primero era que el niño viviera. Estaba embarazada y parecía que le faltaban dos meses para que naciera el bebé. Nos fuimos emocionando. Fuimos a Tuxtla Gutiérrez y conocimos a la chica. Una semana después nos hablaron por teléfono y nos dijeron que no le faltaban dos meses, sino dos semanas.

Fuimos otra vez a Tuxtla. Habíamos rezado mucho a san Josemaría por esto. Si de por si es complicado adoptar, en Tuxtla es más. Nos decían que mi esposa tenía que quedarse seis meses en Chiapas a un curso. El niño ni siquiera había nacido, pero queríamos ir adelantando los trámites. Fuimos encontrando personas –verdaderos ángeles- que nos fueron ayudando a que todo se fuera resolviendo.

Pasaron dos semanas, y no nació el bebé. Todas las tardes salíamos a pasear con la chica, que podía haber sido mi hija, para que le ayudara el ejercicio. Ella estaba decidida a entregar al niño, pero yo le dije que si en cualquier momento decidía quedárselo, nosotros no teníamos problema. Después de las dos semanas, regresé a trabajar a Aguascalientes. Era lunes. Mi esposa se quedó. Ese mismo lunes, a las siete de la noche, me habló Mary y me dijo: “Ya nació Juan Pablo”. Cuando regresé a Tuxtla y vi al niño, yo noté la mano de Dios. Fue impresionante. Sentí cómo todo lo que pedimos a san Josemaría y a Alvarito convergió ahí.

Y bueno, seguimos con los trámites. Fueron ocho meses de cosas complicadas, pero finalmente nos llegó un acuerdo diciendo que nosotros ya teníamos la custodia del niño. Fue casi de manera milagrosa el haber podido adoptar en Tuxtla porque todo se nos fue solucionando. Sólo fue rezar, no hubo más. Sentía que estábamos en otra dimensión. El niño es un encanto. Fue nuestro primer bebito. Dios nos pidió algo diferente. Le digo a mi esposa que somos privilegiados por poder tener a este chiquito.

Ese mismo lunes, a las siete de la noche, me habló Mary y me dijo: “Ya nació Juan Pablo”. Cuando regresé a Tuxtla y vi al niño, yo noté la mano de Dios.

Antes de hablar de mi segundo hijo, quiero comentar que soy un firme creyente de la familia y del matrimonio. Yo creo que tengo un matrimonio muy bonito. Claro, la vida no es sencilla y todos tenemos cosas que resolver. Pero como decía san Josemaría, siempre buen humor, alegría… hogares luminosos y alegres, aunque sólo estuviéramos Mary y yo. Cuando hicimos los trámites en la primera organización, nos pidieron que adaptáramos la recámara del bebé, y lo hicimos al mes siguiente. Pasaron los tres años, teníamos la recámara preparada y hacíamos bromas; le decía a Mary: “oye, no ha llegado el invitado, ¿cuándo nos llegará?”. Era tener fe siempre. Yo sí tenía claro que Dios nos iba a pedir algo.

Los trámites con la otra organización seguían vigentes. Estábamos muy abiertos a la posibilidad de un segundo bebé. Fuimos a ver qué pasaba con nuestro proceso porque ya habían pasado varios años. Era un lunes. Ese mismo día, en la noche, nos hablaron de esta organización: “si les dijéramos que ya está cerca su bebé, ¿le entrarían?”. Obviamente dijimos que sí. El viernes llegué a comer a mi casa y vi que Mary estaba hablando por teléfono, entonces puso la llamada en el altavoz: “nada más queremos avisarles que ya nació el hermano de Juan Pablo”. Nos entregaron al niño al día siguiente. Cuando lo vi… ¿pues qué les digo? Fue muy emocionante. ¿Qué más le puede pedir uno a la vida? Le pusimos Mateo.

“Nada más queremos avisarles que ya nació el hermano de Juan Pablo”

Poco tiempo después de casados, Mary se embarazó, pero perdimos al bebito. Mandamos uno al cielo, pero Dios nos envió dos. A Él nadie le gana en generosidad. Yo veo que Dios nos quiere mucho.